yoyoyo

Orion

Con 18 años o así yo escuchaba Metallica casi todos los días, pero pocas de sus canciones lograban el impacto de Orion cuando saltaba en el mp3 por la mañana de camino a clase, en el autobús o en el tren. Me había despertado hacía una hora, había desayunado como si me hubiesen puesto una pistola en la cabeza, y no podía creer que otro día más, cualquiera y anodino, me estuviese engullendo por los pies. Los trenes por la mañana son un ecosistema lamentable, un entorno de ojeras y mejillas hundidas. La gente disimula sus bostezos como puede, mira por la ventana, se aburre y aún así desea con todas sus fuerzas que el tren no llegue nunca a su destino, que no les lleve a sus curros, a sus jefes o a sus clases. Entonces, desde algún lugar desconocido, surgía una batería a la que poco a poco se iban uniendo el resto de instrumentos. Con lentitud arbórea brotaba a mis pies una música reverberante, pausada pero poderosa. Pronto era arrastrado hacia una realidad lejana y cósmica, como si me hubiesen mandado al otro lado del cielo gris de Madrid. Orion es un viaje en el que eres solo mente, una mente sensible y sin pensamiento. Los segundos se alargan y se contraen, como si cada uno guardase un corazón distinto. Mientras suena solo hay tiempo, espacio, luz negra y brillante. Lo mejor de Orion es que sonaba el último acorde, guardabas los cascos, y todavía no había terminado. Bajabas de ese tren, o ese autobús, y todavía no había terminado. Llegabas a clase, hablabas con la gente, te terminabas de despertar, y todavía sonaba. En algún lugar había un tiempo que seguía corriendo a otra velocidad. Cruzabas todo el día, con sus comidas y sus hambres, y Orion no terminaba. No había dejado de sonar desde algún punto de tu cabeza o del cosmos, ni por un momento. Orion es como una lluvia fina que a oleadas, a veces ligera, a veces caudalosa, cae desde las alturas celestiales de la constelación que le da nombre. Su intermitencia sólo es aparente, en realidad lo impregna todo, constantemente. Es como la puta Matrix. Crees que sólo se va a apagar al acostarte y desenchufar tu consciencia, pero entonces se alza pletórica y absoluta y llega la oscuridad y no hay nada más.

Orion es puro sueño. Es la polla. Y es una delicia que aún la toquen en directo estos capullos.

Tak

01/12/2017 13:15

Escribo en la catedral de Aarhus. Tiene las paredes interiores caladas de blanco. Aparte de eso, los motivos y la decoración son como una catedral española. Me parece tan católica como cualquier otra catedral que he visto en mi vida. Lo que no es igual es lo que hacen en ella. Ahora hay expuesto un mural de unos 15 metros, pintado con un montón de escenas apocalípticas y pecaminosas (gusanos gigantes saliendo de las ventanas de una casa, cerdos metiéndose en una piscina vacía, ladrones, manifestaciones, gimnasios). Sobre cada escena está anotado un versículo (principalmente Lucas) al que, supongo, ilustra. Me he visto obligado a tomar un par de fotos, porque no creo que pueda ver algo así en una catedral española. Además, tras el altar hay una docena de mujeres reunidas con sus hijos bebés en una especie de kínder-algo sobre unas colchonetas. Yo estaba al lado, leyendo unas láminas con información sobre la catedral, cuando se han puesto a cantar una nana danesa. Era hermoso escuchar las voces de las mujeres entonando esa melodía tranquilizadora, reverberada por el espacio del templo. La catedral fue construida por el 1.300. Las láminas contenían reproducciones de su aspecto a través de las diversas reformas que ha ido sufriendo. La catedral está dedicada a San Clemente, que fue obispo de Roma en el siglo I y que es santo de los mares y los marineros. La catedral está a pocos metros del mar. Se puede ver a San Clemente y su ancla en varios sitios de la catedral y en el escudo de la ciudad. También se pueden ver las tres rosas rojas, el símbolo del obispo que en la segunda mitad del siglo XV enriqueció y reformó la catedral y cuyo nombre paso de apuntar. Por aquí me muevo en la bici de C. Me rallo pensando que me va a pasar algo, que me van a atropellar, que se va a pinchar o que voy a atropellar algo. Ahora mismo pienso que voy a salir de la catedral y no va a estar, o que me habré cargado el candado porque antes al cerrarlo ha hecho un ruido raro. De hecho antes se me ha caído la varilla de la cesta y me he dado cuenta una hora después. ¿Pues no vuelvo al camino del bosque por el que he venido y la encuentro? De coña. Siempre me pasa algo con las bicicletas. Aarhus es una ciudad mona y cambiante.

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El niño Dios en una bota

16:50

Además, cuando consulto el Google Maps, todo me parece más lejos de lo que en realidad está. Ayer me pasé la biblioteca y hoy casi me paso la universidad. El aspecto de los edificios de la universidad de Aarhus no ayuda a identificarlos como tal. Bajitos y de ladrillo amarillo, puede parecer que estás cruzando una zona residencial, sobre todo si tu principal preocupación consiste en pedalear sin que te entre el frío por el cuello. Lo primero que he visto de la universidad tras aparcar la bici (no se había roto el candado) es una chica salir del retrete a través de la ventana de un baño, que daba directamente a la acera. No sé, no me parece muy bien pensado. A ver si no van a ser tan buenos arquitectos estos daneses. La universidad tiene dentro del campus un lago con patos y árboles desnudos y un montón de gente joven. Me he acercado al Steno Museet (más bien me lo he topado, también creía que estaba más lejos) y le he preguntado a la recepcionista qué podía ver. Considero que no me ha atendido muy bien. Me ha dicho que si no sabía danés, poco podía hacer ahí, donde se organizaban conferencias. Me ha dicho que podía echarle un ojo a una sala pequeña que había nada más entrar y ahí me ha dejado. ¿Por qué no me ha dicho que en la planta alta hay dos salas cinco veces más grande cada una, sobre astronomía y medicina, con un montón de cachivaches, interesantísimas? Hay también un péndulo de Foucault como el del Cosmo Caixa. Me he tirado mi buena hora en el museo y más me hubiese gustado estar. Cuando ya me iba he visto que había fiesta en una de las facultades, y ahí que he ido a ver el percal. Un chico me ha contado que era porque se acerca la Navidad y me ha vendido un chupito de vodka con miel que estaba bastante horrible. Lo que no estaba era flojo. ¿Habrá controles de alcoholemia para los que van en bici? Cuando he llegado, la bici tenía el sillín mojado por el chisgarabís. Al momento que lo limpiaba con la manga del abrigo cumplía unas 38 horas en Aarhus. Entonces he sentido una agilidad nueva en mis movimientos: limpiaba el sillín mientras examinaba la gente que esperaba el bus, abría el candado despreocupadamente. Ahí es que he alcanzado esa confianza caduca, cuando abandonas la torpeza de hacer algo por primera vez y aún no has llegado a la rutina de haberlo hecho mil veces y saberte haciéndolo otras mil. Mientras limpiaba el sillín de la bici de C. sentía que me metía a Aarhus en el bolsillo, que de alguna manera la volvía a pisar por primera vez. No obstante, y tal vez por acción del chupito de vodka con miel, luego he estado cerca de dármela un par de veces (exagerado, me diría C. más tarde, cuando le relaté mis experiencias cercanas a la muerte). He bajado hasta el Street Food de la ciudad (aciertan, también he estado a punto de pasármelo) y he acabado frente a un puesto de comida danesa tradicional con el rótulo de Mormon KØkken donde me ha atendido la que debe ser la danesa más guapa de esta ciudad. Le he preguntado en qué consistía uno de los platos y ha sacado de una olla un cazo con unas albóndigas. Me ha enternecido que fuesen tan parecidas a las que hacía mi abuela. Se lo he explicado a la danesa y me ha mostrado esa enorme sonrisa con que las camareras despachan a los cretinos que les cuentan cosas que les importan lo que viene siendo una mierda. Me dice tak, y le pregunto cómo se dice «de nada». Me contesta al segundo y lo olvido al instante. Las albóndigas se parecían a las de mi abuela, pero no estaban tan ricas, porque mi abuela les echaba jamón y sobre todo no les echaba por encima una salsa que sabía sospechosamente a curry. Cuando he acabado, me he acercado a un puesto próximo por un café, pero me han mandado a otro más alejado, a donde he ido, ofreciendo una maravillosa oportunidad para comprobar si es cierto eso de que en estos países puedes dejar tus cosas solas sin que te roben un clip. Me ha sorprendido que entre la oferta de cafés también sirviesen cortados, y eso he pedido, pensando que habrían importado el concepto de España, igual que el concepto espresso se lo ha copiado todo el mundo a los italianos. Pero no. Para los daneses “cortado” significa algo similar a “veneno”. Lo que no sé es por qué venderlo es legal. Unos 3,5€ me ha costado la mierda del cortado y encima en un vasito súper pequeño, como en el chiste de Annie Hall. Frente a mí hay un grupo de mayores y entre ellos uno que parece el hermano regordete de Junker. Escribo esto delante del sitio en el que he pedido la comida, por si le resulto interesante a la chica que me ha servido. O a alguien.

***

Ya no estoy en Aarhus. Acabo de ver La Sirenita de Copenhague, el segundo monumento europeo más sobrevalorado (los que habéis estado en Bélgica ya sabéis cuál es el primero), y me ha encantado. He llegado a las ocho de la noche y no había nadie más que yo. Dos focos la mantenían iluminada. Sé que no es técnicamente una gran obra, que no es impresionante. Sé que en mi experiencia al contemplarla ha participado el silencio y la oscuridad. Sé que ha sido algo personal. Sólo una pareja de polacos ha interrumpido mi comunicación con la estatua. Han llegado, la han mirado lo necesario para fotografiarla, y se han ido. La Sirenita se sienta sobre una roca del agua, en una punta de Copenhague, apartada, más que alejada, del resto de la ciudad y de Europa. Es bellísima. Gira su rostro hacia el mar, con una mirada de eterna tristeza. Debido a la postura, cuesta saber cuál es el mejor ángulo para observarla. Siempre una parte de ella se ofrece mientras otra se nos niega. La Sirenita no mira al turista porque su inconsolable espera no tiene nada que ver con nosotros. Handersen eligió esta criatura fantástica, mitad mujer, mitad pez, para llenarla de cosas humanas: el anhelo de lo que no nos es dable, la insatisfacción y la tristeza como vicios voluntarios, la soledad fría como el bronce, la obsesión, el miedo a los remolinos de aguas negras que a nuestros pies sueñan con absorbernos. Me gustaría ser un borracho para que no me importase cruzar el metro y medio de agua que la separa de nosotros. Pero ahora mismo ni de coña meto yo ahí un pie. Cuando por fin me voy, no puedo evitar mirar atrás varias veces. Iluminada por los focos, titila en mitad de la noche, como una velita de cumpleaños. ¡Qué tristeza tener que dejarla ahí, tan sola!

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Todos creen que el tamaño importa, pero yo te quiero como eres // crédito de la foto: blog.amigoautos.com

Deslumbramiento californiano (II): John Frusciante

Esta entrada tiene una primera parte. Si la lees, la disfrutarás más.

Hillel Slovak. Problema resuelto, por fin.

Estoy con Mera en un hostal de Estambul, tirados en la cama de la habiación, mirando vídeos por Youtube. En un momento dado, Mera me enseña la canción Under the bridge. Le confieso que me gusta mucho. No sabía que los Red Hot podían hacer una canción como esa. Ya conocía el vídeo del directo de Don´t forget me, pero quizá pensaba que esa canción sería una excepción en su repertorio.

Sí me había servido, sin embargo, para empezar a creerme lo que por otro lado no tenía mucho interés en averiguar: que el guitarrista de los Red Hot Chili Peppers era muy muy bueno. Tenía un nombre con un apellido raro, John Frusciante, y efectivamente, en ese vídeo hace una actuación muy muy buena. Se lo pongo a Mera. El tapping de John es hipnótico. También me resulta hipnótico por su vestimenta. Siempre me han encantado las camisas de franela de cuadros y lo de llevar la manga larga por debajo de la corta. También me gusta cómo le queda el pelo largo. John Frusciante se ve en ese vídeo como yo me imaginaba de pequeño que sería de mayor.

Mientras le comento a Mera mi gusto por las camisas de cuadros, pone otro vídeo de Under the bridge. Esta vez un acústico en el que Kiedis canta acompañado sólo de la guitarra en lo que parece ser un canal de Ámsterdam. Recuerdo que Mera dijo, la que le dio en esa época con llevar el mono ese cutre. Pero yo no me fijo en Kiedis, sino en su acompañante. Y pienso, sin decírselo a Mera, ¿quién cojones es? Hay un momento, hacia el final del vídeo, en que mira a cámara, y la pantalla se llena con un rostro rabiosamente joven y bello, y no es John Frusciante. Tal vez es el bajista. Hay bajistas por ahí que tocan que te cagas la guitarra. Pero tampoco me convence esta explicación, y cuando Mera pone otro vídeo, siento que me he quedado con la sombra de un misterio irresoluto.

Así que cuando descubro que los RHCP tuvieron otro guitarrista antes que John Frusciante, pienso que, cinco años después, he resuelto el misterio. Tecleo en Google Imágenes «Hillel Slovak» y aparecen mil versiones de un rostro rabiosamente joven, pálido y alargado. Demasiado alargado. Tras unos minutos más de fotos y vídeos me rindo a la evidencia de que él tampoco es el guitarrista del vídeo. Y ahora que me fijo en el bajista, tampoco puede ser.

Decido meterme en Wikipedia, y cotejando fechas, ver quién era el guitarrista del grupo cuando sacaron Under the bridge. Era John Frusciante. El tío del vídeo (de los dos vídeos) es John Frusciante.

Me cuesta reconocer a la misma persona en esos dos rostros. Pero hay otra cosa que me convence de que ambos son John Frusciante, y por la que empiezo a entender la admiración que genera este músico. Lo que al principio creía que era una afinidad casual (o digamos envidia) por su estilo, es algo más profundo. John Frusciante tiene algo. Es una aura, una sensación extraña en quien lo mira. John es de esas personas que sin hacer nada inspiran simpatía. Quieres tenerlo cerca.

Pero en esto también hay diferencias entre el John joven y el maduro. El primero me produce una atracción, casi homosexual, una atención que no sé explicar. Me fijo en la forma de su cabeza, en su jovialidad cuando habla, en la rotundidad de sus pómulos y labios. El John maduro que toca Don´t forget me me produce otras sensaciones: una mezcla de reverencia, seguridad y calidez. No sé si es por su melena, o por su dentadura blanca cuando abre la boca durante los solos. En todo caso John Frusciante, la figura de John Frusciante, provoca una fascinación tan repentina y fuera de sentido que su habilidad con la guitarra, ya sea componiendo una gran canción como Under the bridge o realizando en directo una ejecuión brillante, queda en segundo plano.

¿Qué tiene Frusciante?, ¿cuántos Frusicantes hay? Preguntas que me obligan a visitar por enésima vez la Wikipedia. Y otra vez me encuentro en ella el ingrediente que no falta en ninguna banda de rock importante, pero que en el caso de los RHCP parece el impulso que ha levantado y mantenido la historia de la banda: me encuentro más muerte.

En 1988 la banda atravesaba la muerte traumática de su joven fundador. La banda podía desaparecer. La banda no sabía aún que esa muerte era necesaria para que los RHCP fuesen lo que han sido. Lo único que sabían es que había que encontrar otro guitarrista, y que ocupar el puesto que había dejado un músico de las características de Hillel Slovak requería algo más que un sustituto. John tenía sólo 17 años cuando Flea, el bajista, lo conoció. La primera vez que lo vio pensó que era un clon de Hillel. Tocaba como él y compartía su filosofía vanguardista. Era un fanático de los Red Hot y tenía idealizado a Hillel. Incluso guardaba cierto parecido físico (esa palidez, esos pómulos, esos labios gordos). John era un gran músico que aún estaba por nacer, y la versión viva de un gran músico que acababa de morir.

Es difícil disociar a Hillel Slovak del John Frusciante joven. Intentarlo es tal vez un error. El primer disco que hizo con la banda, dicen todos, fue una continuación del estilo del Hillel. De hecho grababa queriendo emularle, más sumergido en su admiración por el anterior guitarrista que en su papel de nuevo miembro de la banda. Tras el éxito mundial de Blood Sugar Sex Magic, John abandonó el grupo, recordando lo que le había dicho a Hillel tras su último concierto: que no le gustaría unos Red Hot que tocasen delante de masas. Se recluyó en California y, como antes Hillel, le empezó a dar a la heroína salvajemente.

Lo hacía por una razón muy sencilla: «me sentía infeliz, y cuando me drogaba era feliz» (cito de memoria). Lo hacía porque no tenía mecanismos suficientes con los que drenar el talento que guardaba, lo hacía porque era joven. Ni siquiera sentía culpa. En eso consistía la fuerza magnética con que atrapa tu mirada en el vídeo del acústico de Under the bridge en el que Kiedis canta con un mono cutre. En la capacidad que intuimos en esa persona de destruirse, de estar a punto de reducir a nada su talento y belleza. Sea como fuere, John emprendió un paseo con la muerte que duraría seis años.

Seis años muy jodidos que pasó recluido, yonki perdido, pintando, grabando música extraña, e incluso dos discos. Son los años de una tercera versión de Frusciante que se cobró su tributo robándole toda la salud que se le puede quitar a un ser humano sin matarle.

Pero salió del pozo más rápido de lo que nadie habría apostado. A finales de 1997 dejó la heroína radicalmente. A principios del 98 se metió en una clínica para desintoxicarse del alcohol y la cocaína. Prácticamente un mes después volvió a los Red Hot, que en su ausencia habían firmado sus años menos fructíferos. Hubo secuelas, sus brazos estaban llenos de pus por inyectarse y debieron ser cubiertos con injertos; y su dentadura, esa dentadura que me había intrigado (me dio un escalofrío al leerlo), es una dentadura postiza que le implantaron tras arrancarle la original, que amenazaba con matarle por una infección.

Con su vuelta, la carrera de los Red Hot Chili Peppers alcanzó la cima. Sencillamente, llegaron donde pocos. El reconocimiento de crítica y público es unánime. En diez años grabaron tres discos cargados de canciones donde destacan las melodías pegadizas y emotivas. Consiguieron y mantuvieron por mucho tiempo un sonido variado, transgresor y emocional.

La participación de John en las canciones de Red Hot Chili Peppers nos recuerda que detrás de la electrónica, los efectos, los versos cantados a toda ostia, y el predominio de los ritmos percutivos del funk, puede no haber más que una sencilla rueda de acordes o una escala jimihendriana. Nos recuerda que la música solo necesita dos o tres notas para atravesarte.

Venido de entre los muertos, John Frusciante, con su melena de Jesucristo, había tenido un efecto carcano a lo divino. Es como si las llamas del primer círculo del infierno lo hubiesen purificado (la metáfora no es gratuita, su casa se incendió y perdió su colección de guitarras). Como si encerrado en su casa de California, entre paredes cubiertas de grafitis, hubiese tenido una última y larga conversación con Hillel, y éste le hubiese dado las instrucciones de salir fuera y completarse como músico.

Y ahí radica su secreto, ahí la razón de que sin saber nada de él, percibas que estas viendo, oyendo, a alguien singular. Necesitamos que alguien vaya hasta donde él fue, y vuelva y nos lo cuente. Necesitamos, y estamos predispuestos, a que nos deslumbren. John es un agujero negro. La paz a su alrededor es lo que queda tras haber absorbido los mil tormentos que lleva en su interor, que no son capaces de escapar a la gravedad de su talento. Ha recorrido lo más peligroso y lo más satisfactorio de la cara A y B de la existencia. Y como tiene una guitarra, y ha escuchado mucho a Jimi Hendrix, puede contarlo.

Va para diez años desde que dejó al grupo. Siguió con su carrera, hiper-productiva por momentos. Ahora creo que experimenta con la electrónica. Está condenado a buscar e intentar aprovechar todas las opciones expresivas que la música pueda brindarle. La meditación y un enfoque muy esperitual sobre la vida le han dado un equilibro con el que mantiene a raya el agujero negro que habita en él. Aunque su música ahora no me guste, yo me alegro.

Aunque ya hemos visto lo que puede pasar con la música que en un principio no me gusta.

Fuentes: Wikipedia, Youtube, Google Imágenes y esto en portugués y en inglés mal traducido

Deslumbramiento californiano (I): RHCP

Llevo desde hace un par de lunes escuchando compulsivamente Red Hot Chili Peppers, grupo al que nunca me había arrimado más que lo justo para quedarme con la musiquilla de tres o cuatro canciones suyas, a excepción de Under the Bridge, de la que me sé media letra desde hace tiempo. Me pidió el cuerpo volver a ver un directo genial de Don´t forget me y me vi de pronto, en la madrudaga de ese lunes, totalmente atrapado por el grupo, escuchando canciones una detrás de otra al albur de lo que Youtube me iba sugiriendo. En cuestión de dos horas ya no sólo me gustaban decididamente los Red Hot, sino que me parecían admirables. Téngase en cuenta mi ignorancia casi total sobre la música que se sale del acotado terreno del rock nacional, donde mi gusto musical lleva años acomodado, tirado.

Esa misma noche me lanzo sobre la Wikipedia sediento de información y mi interés por el grupo salta por los aires. Leo ahí que su alma mater fue un joven guitarrista judío llamado Hillel Slovak que fundó el grupo junto con otros amigos de instituto. Leo que a Flea, el tipo que lleva casi cuarenta años dando la nota con sus excentricidades y sus virguerías con el bajo, le enseñó a tocar este instrumento deprisa y corriendo en unos pocos meses. Leo que Slovak murió de sobredosis cuando el grupo contaba únicamente con dos discos. Esto me impacta y por primera vez me hago cargo de la realidad del grupo, y veo la seriedad de su musica, de su estilo y estética, que no es otra seriedad que la de dedicarle tu vida a la música. Y en el caso de los Red Hot, no sólo tu vida, sino la muerte, esa muerte fundacional del joven Slovak, sobre la que sus amigos de la infancia han levantado una de las bandas más importantes del rock en las últimas décadas.

Así que a lo largo de la semana me escaqueo de mis deberes para escuchar a los RHCP y aparco el libro que estaba leyendo (que por otro lado se me estaba haciendo bola, Bolaño tenía que ser) para escucharlos también en la cama antes de dormirme. Hasta me instalo Spotify en el móvil. Pero los momentos más subyugantes los vivo con sus vídeos, pues me rindo a ellos en todas sus expresiones. No sólo valoro la creatividad de su música, trangresora en sus inicios, no sólo les reconozco un talento cojonudo para las baladas, no sólo quedo epatado por sus letras, casi indescifrables para mi inglés nivel B2, también sus videoclips me parcen interesantes, y miro con otros ojos sus estravagancias y su estilo visual. Ese rollo de hacer todo medio en pelotas me resulta ahora menos gratuito, pues qué hay más coherente con hacer música transgresora que tocar en bolas con un calcetín en el rabo.

Por lo que sigo escuhándolos y me siguen gustando y me emocionan. Me sorprende su música y me sorprende mi nueva capacidad para escuchar este tipo de música. Y acabo incapaz de evitar pensar algo tan cursi y tan manido como que no, no puedo morir sin antes verlos. Aunque ya estén viejos y la política de ir a todos sitios medio en bolas se esté volviendo en su contra, mejor tarde que nunca, pienso. Me meto en su web, veo fechas, veo también que tocaron hace tres meses en Madrid (¿qué coño estuve haciendo yo esos días?), valoro gastos, desplazamientos, me animo.

Pero ¿quién me podría acompañar? Y entonces vuelvo a una anécdota que he recordado muchas veces esta semana, cada vez que mi admiración por los Red Hot alcanzaba un nuevo estadio: hace unos cuantos años, estando en la uni, le pregunté a una amiga que estaba con su Ipod que qué escuchaba, los Red Hot, me respondió, y yo dije ¿los Red Hot Chili Peppers?, menuda mierda.

Tal vez la pueda convencer.

Segunda parte

Un nieto escritor y otro tímido

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Juan Soto Ivars y su libro. Esquema.

El pasado jueves fui a la presentación del libro Un abuelo rojo y otro abuelo facha de Juan Soto Ivars. Se reunían los tres columnistas que más sigo ahora mismo, pues a Juan le acompañaban Jorge Bustos y David Torres. La cita era imprescindible. El lugar era Tipos Infames, y mucha gente pensó como yo que no podía perderse la velada, pues Tipos Infames se llenó

Torres y Bustos (Torres y Bustos, ahí hay un título para algo, quizá un programa para La2) elogiaron la novela-ensayo, e Ivars se esforzó, el pobre, por espoilearse a sí mismo, no sé si conscientemente. Ivars tiene mucha gracia, el jodío, más incluso de la que te imaginas cuando lees sus columnas. Desempeña con soltura el papel de payasete, instintivamente, cabría decir. En eso hasta sentí que nos parecemos. Y también en la tendencia a usar como cebo la falsa modestia. Esa falsa modestia con que comparte sus columnas en FB «por si no tenéis nada mejor que hacer», que tú piensas, venga tontorrón, si sabes que te voy a leer.

La conversación sobre el libro era un poco liosa, iba y venía, saltaba de Podemos a Rajoy, de Rajoy a Cataluña y de ahí, por supuesto, a Franco, la Guerra Civil y Twitter. Vamos que no me estaba enterado de una mierda, pero me estaba echando unas risas. Felizmente, hacia el final, alguien preguntó ¿el libro de qué va?, y Juan, haciendo un encomiable esfuerzo glandular para evitar sudar chorretones, entendió que era el momento de hablar de sus abuelos. Entonces no me reí tanto.

Cuando terminó la charla y la gente se levantó de sus sillas me sentí muy incómodo, porque había ido solo y la gente allí parecía conocerse muy bien y trabajar en suplementos culturales o cosas por el estilo. De pronto la situación no me molaba un cacho. El ambiente era muy interesante, pero no sabía qué hacer. Al principio de la charla había visto a cierto escritor al que pensaba ir y decirle, soy fan, así sin dignidad alguna, pero se lo había tragado la tierra.

Un chico recogió las sillas súper rápido. Di unos pasos inseguros por la sala. La gente hacía cola para que Juan les firmara un ejemplar del libro, otros compraban cervezas como cabrones y otros salían a la calle, espoleados por las ganas de fumar. Intimidado me sentía, con mi mochila Reebok colgada al hombro. Supe que no iba a poder iniciar una conversación con ningún grupo de desconocidos que allí había. No iba a comprar el libro porque es un lujo que mi economía no me permite, no iba a pedir una cerveza porque no tenía suelto y no iba a salir a fumar porque no fumo. Sólo los tímidos nos preocupamos en encontrar excusas para hablar con un desconocido.

Gané un poco de tiempo ojeando las estanterías de libros giratorias. Dicen que la gente solitaria puede resultar muy interesante, pero yo no me sentía nada guay mirando el precio de La regenta, edición Random House. Pero, ¿si no iba a habar con nadie, comprar el libro ni tomar nada, para qué estaba ganando tiempo? Estaba ganando tiempo porque me apetecía mucho decirle a Juan Soto Ivars una cosa. Quería contarle, de payasete a payasete, lo suertudo que era por haber tenido la posibilidad de conocer a sus abuelos y lo jodidamente bien que me parecía que había hecho escuchándoles tanto y tan atentamente y luego haber escrito un libro hablando de ellos, de su vida y de España. Porque yo, le quería contar, tengo el bagaje contrario: tuve dos abuelos que murieron mucho antes de que yo naciese (luego, ahora me doy cuenta, nunca los tuve, o al menos los tengo ahora tanto como cuando nací). Dos hombres a los que hubiese sido imposible adscribir a ninguna ideología, si acaso al analfabetismo, y que en lo más que se parecían a los suyos era en lo de haber currado como perros.

Y sin embargo, todo esto me acerca, creo, a Ivars, en el sentido en que ambos reconocemos que nuestros abuelos han configurado parte de nuestra personalidad (él por tenerlos cerca y yo por no haberlos tenido nunca). Esto puede resultar obvio para otras personas, pero para mí fue un descubrimiento casi reciente. Y no me cuesta imaginar a un Soto Ivars sorprendido al descubrir que no podía entender España (y su trabajo exige que lo intente) sin recurrir a sus abuelos, sin incrustar su imaginación y su entendimiento en sus historias.

No invento nada si os digo que se puede echar de menos lo que nunca se tuvo, por eso hasta me sentía tentado de decirle que, si había escrito un libro con un título semejante porque los echaba de menos, le entendía. Yo también lo hubiese hecho si supiese escribir.

Nunca sabremos qué cara me hubiese puesto Soto (no sé cómo nombrar a este tío, si Juan, si Soto, si Ivars o todo ello) porque había mucha gente haciendo cola para que le firmase el libro, por lo menos a mí me parecía mucha gente, la fila cruzaba toda la librería y no parecía avanzar. Así que salí de Tipos Infames y muy lentamente abandoné el lugar, casi sin creerme que no iba a intentar hablar con alguno de esos grupos entre los que a lo mejor había alguien que me consiguiese curro, o una chica cultureta, una chica interesante de pelo negro de esas que a veces también van solas a ver cine VOSE. Y reprimiendo las ganas de darme la vuelta y correr en pos de Torres o Bustos para darles la mano y decirles joder qué bien escribís, yo quiero escribir como vosotros, o en pos de algún círculo de esos y pedir oficialmente adopción social durante una hora, doblé la esquina y puse rumbo al tren.

Una vez en la estación me pregunté por qué mierdas sentía tanto irme de allí, qué estúpido afán me había quedado sin resolver. No pensé que el único noble motivo por el que podía haber ido era echar de menos a mis abuelos, a los que nunca oí, oyendo a otro hablar de los suyos. Y que si así era, bien estaba volver ya a casa.

*

1

Siento cierta vergüenza cuando aprovecho trayectos en tren para leer el libro e la autoescuela. Como si parte de mi vida privada, y por lo tanto de mi intimidad quedase expuesta a las miradas de los otros viajeros. Tal vez sea que me da cierta vergüenza (un poco infundada) no poseer el carnet de conducir aún. Porque soy consciente de que si sacase un libro de cuentos de Baroja, por ejemplo, y empezase a leer, cualquiera que lo viese estaría echando una ojeada mucho mas profunda sobre mi personalidad. Sin embargo, llevo años aprovechando los trayectos en tren para leer sin sentirme molesto por el perjuicio que podía estar cometiéndose contra mi vida privada y mi intimidad.

2

Dos mujeres de edades cercanas se sientan cerca de mí. Una en el asiento de mi derecha, y la otra enfrente de ella. Hablan un idioma que ni reconozco, y supongo de Europa del Este. Turco no es. Llevo un tiempo investigando las facciones de la que se encuentra casi enfrente de mí (nuestros asientos quedan un poco en diagonal). Me he sorprendido al girar algo más el cuello y advertir lo atractiva que es la que está sentada justo a mi lado.

3

¿Y escribir en la Renfe, qué me dicen de eso, ah? ¿Acaso eso no es exponerse? Cualquiera puede sentarse a tu lado, desviar la mirada y cazar tres o cuatro palabras, o incluso algunas líneas, de un texto que luego podría ser celosamente guardado por su dueño. En esta ocasión escribo despreocupadamente, porque la mujer guapa de al lado parece muy enfrascada en la conversación que mantiene con su compatriota, y porque no creo que entendiese mi letruja. Y porque, como véis, no tenía pensado guardar celosamente este texto. Me incomoda más lo de confesar que sigo con el teórico.

Sueño

Escribo brevemente, antes de acostarme de nuevo.

Hoy he soñado con mi casa de antes y mi portal de antes. Y la pista de tenis, y los escalones de baldosas rojas que a veces bajaba de un salto cuando volvía del colegio. Todo estaba ahí, en su sitio, como antes, como nunca más y, en realidad, como ahora. He soñado con Pablo y Nacho, y ahí estábamos, en mi casa, rodeados de una neblina espesa, azul, como si el sueño estuviese atrapado en una pecera. Eramos niños otra vez que habían conocido la edad adulta y habían decidido volver a ser niños, reunirse, y tener conversaciones adultas. Al portal le habían hecho obras y empezaba cerca del ascensor y la escalera. Luego me he despertado y no me he acordado del sueño en todo el día. Pero ahora, antes de dormir, me acuerdo y me sorprende, me sorprende que todo estuviese en su sitio, rodeado de esa bruma azul…hasta nuestras estaturas eran las mismas que antes. Todo había sido tan respetado, que, quién sabe, a lo mejor estoy siendo soñado ahora, por un niño que sueña verse de mayor, escribiendo desde una futura casa que aún no conoce. Y que no tiene escalones rojos que saltar.

Distracciones (IV)

Esta entrada es continuación de Distracciones (III). Te aconsejo que leas esa entrada antes de esta si no lo has hecho. En todo caso allá tú, luego no me vengáis con que no me expreso bien

 

Vergüenza

 

Selectividad, gato y chica se reúnen en una de las escenas que más vergüenza en mi vida me ha hecho sentir, y que aún hoy recordarla me provoca un hondo reproche por mí mismo.

Habrían pasado dos o tres días desde el descubrimiento del cuerpo del gato. Sólo habían ido a verlo mi hermano y mi padre. Estaba en mi habitación estudiando, o, como ya he explicado, intentándolo. Estaba enfurecido, no recuerdo si por culpa del siguiente examen, o de la chica. Pero estaba furioso conmigo mismo, que es una manera de enfurecerse muy segura, porque nadie hay más a mano y nadie considera mejor tus argumentos que tú mismo. En fin, que estaba renegando de algún tema que no me entraba en la cabeza, o de alguna cosa que ella hubiese dicho que escapase a mi interpretación, qué más da ya, cuando entró mi madre en la habitación sin llamar. Estaba visiblemente emocionada.

-He ido a donde el gato.

No pude disimular el fastidio por la interrupción.

-¿Para qué has ido, mamá?

-Quería verle…

-Papá nos dijo que no fuésemos.

-¿Tú no quieres verle?

-No me hace falta… era un gato.

Debió desorientarle la dureza de su hijo, porque en su defensa, en tono lastimero, sólo acertó a decir una frase que no olvido:

-Pero era muy bonito…

-Mamá, por favor, todos los gatos son bonitos.

Y era cierto, Sombra era el gato más común que puede imaginarse, tal vez a excepción del elegante pecho blanco que le caracterizaba. Por lo demás, metes “gato” en Google, y sale él. Pero, ¿qué importaba eso?, ¿en qué demonios estaba pensando para convertir aquella conversación en un intercambio de argumentos sobre hasta qué punto es legítimo lamentarse por la muerte de un animal? El egoísta Álvaro, demasiado imbuido en sus temas personales, no podía limitarse a hacer lo que la situación le exigía a las claras: preguntar y qué has visto, te ha impresionado, decir a mi madre, no te preocupes, mamá, sabíamos que podía pasar, fue un gato muy feliz, sí, y muy bonito, y alto, acuérdate que lo decían las veterinarias, las mismas que no consiguieron meterle el termómetro por el culo ni una vez. Cumplir por cinco minutos con el papel de hijo bueno, comprensivo y tolerante frente a los momentos de flaqueza de sus progenitores. No. En lugar de eso me dediqué a recordarle que Sombra valía lo mismo que cualquier otro gato que hubiésemos podido coger, y a dedicarle miradas de impaciencia. ¿Pretendía acaso darle una lección a mi madre sobre lo dura que es la vida y la inutilidad de lamentarse de cosas irremediables? ¿Pensaría que la certeza tiempo atrás admitida de que alguien me gustaba, con toda la incertidumbre y desasosiego que me estaba provocando, que el haber escrito algún que otro poema vomitivo, de cuyo estribillo no quiero acordarme, creería que todas esas cosas me daban algún derecho, me situaban en algún montículo desde el que desempeñar el papel de tipo pasado por mil dificultades al que ya no vale cualquier cosa para mover su empeño?

-Este más. Dijo mientras salía de mi habitación desconsolada.

Cerré la puerta y volví a mis apuntes, disgustado. Pero una lucecita en mi conciencia parpadeaba indicándome que había hecho mal, muy mal. Unos minutos después, por distraerme, escribía a la persona en el mundo que más capacidad de distracción tenía sobre mí entonces: <<acabo de hacer algo horrible>>.

Otro día, seguía a mi hermano que cruzaba la carretera en la que habían matado al gato. Se dirigía seguro a un punto concreto entre los setos. A esas alturas, yo ya imaginaba con encontrarme un espectáculo de gusanos.

-Por aquí era.

Mi hermano apartaba ramas con los pies. Cogió un palito y empezó a remover.

-Sí, estaba por aquí.

Siguió removiendo hojas y tierra, hasta que encontró un punto donde el terreno parecía hundirse levemente.

-Ah, sí, aquí.

Mi hermano removió un poco más. Me preparé para lo desagradable, miraba al palito con cierta ansía. Mi hermano lo podría haber alzado y ponerse a remover el cielo, que yo habría seguido al palo, como si el cuerpo de Sombra pudiese emerger del aire. Pero mi hermano removía y Sombra no estaba. Había desaparecido, y no le pude ver una última vez.

FIN

Gracias por llegar hasta aquí, espero que te haya gustado

Distracciones (III)

Esta entrada es continuación de Distracciones (II). Te aconsejo que leas esa entrada antes de esta si no lo has hecho. En todo caso allá tú, luego no me vengáis con que no me expreso bien

 

La Muerte de Sombra

Mi padre llegó a teorizar sobre un posible asesinato perpetrado por los vecinos. Yo estaba convencido de que le había atropellado un coche. Finalmente, dos o tres semanas después, el cuerpo de Sombra fue descubierto entre los setos de un jardín muy cercano a mi casa y a la carretera. Se reforzó mi teoría de que le había matado algún coche atraído por la feria de las Fiestas, que se montan cerca de casa.

La muerte del gato no me conmocionó demasiado. Por dos motivos. El primero es que estaba demasiado ocupado en estudiar y en gastar tiempo pensando en la chica que me gustaba (es curioso, si me preguntan por qué no acusé la muerte de mi gato, diré que por la selectividad y la chica; si me preguntan que por qué fracasé en la selectividad, diré que la muerte de mi gato y cierta chica me tenían distraído; por último, si me preguntan por qué fracasé con ella, diré que estaba demasiado ocupado con la selectividad y en sobrellevar lo del gato. Buen círculo de distracciones, sí señor). El segundo motivo es que, aparte de que era algo que todos en casa sabíamos que podía suceder cualquier día, me pareció una muerte adecuada para Sombra. No entraba en su estilo vivir hasta viejo. Debía morir joven, de noche, y encima en Fiestas. Vivió salvaje y salvajemente murió: golpeado por una máquina de hierro que se movía a cincuenta kilómetros por hora. Esa carretera la había cruzado cientos de veces antes, y otras mucho más peligrosas. Pero ese día, un mal cálculo, o una distracción (¿los ruidos de la feria de fondo?) le paralizaron frente a las luces cegadoras que se acercaban, se acercaban… hasta que lo mandaron disparado a los setos de donde ya no se levantaría.

 

Continúa

Distracciones (II)

Esta entrada es continuación de Distracciones (I). Te aconsejo que leas esa entrada antes de esta si no lo has hecho. En todo caso allá tú, luego no me vengáis con que no me expreso bien

 

Sombra

Además de este manantial de distracción en el que yo soñaba con posar algún día mis labios en sus limpias aguas, hay que sumar a los sucesos de aquellos meses que nunca olvidaré la muerte de mi gato. En mi casa teníamos un gato. Se llamaba Sombra y era macho. Lo habíamos cogido de la calle unos cinco años antes y siempre fue un salvaje. Nunca dejó de ser callejero, aunque tuviese la suerte de vivir instalado en la guarida de unos humanos que, vete a saber por qué, le daban comida y caricias. De la calle le habíamos sacado y a la calle pertenecía, y él lo sabía. Le recuerdo de pequeño, mirando a través de la ventana. Moríase por salir y reunirse con su amada como el preso más pintado. Un día por fin abrimos la ventana, y desde entonces todo fue para él entrar y salir de casa con una libertad de horarios que yo no creo que haya tenido nadie más en la casa.

Era un cabrón, y le gustaba la camorra más que al gato López. No era el clásico gato hijo de puta que en cuanto te ve dispara todos sus sistemas de defensa y te bufa para que te vayas, no. Con Sombra podías jugar. Por lo menos durante diez o quince segundos. En un momento dado podías notar perfectamente cómo la ansiedad del juego y la adrenalina desbordaban los resortes de su cabeza y tomaba el control la pequeña fiera que cientos de miles de años de evolución habían desarrollado para matar. Podías notar perfectamente en tu carne el punto en el que sus mandíbulas alcanzaban un umbral de presión en el que era imposible creer que no mordía para hacer daño. Joder qué cabrón, decía la veterinaria de turno tras un primer intento de meterle el termómetro por el culo, si va de bueno y luego…

Su vida era plena. Entraba y salía de casa cuando quería; había amaestrado a mi padre para dar un paseo todas las tardes según éste llegaba de trabajar, a veces volvían juntos, y a veces volvía mi padre solo. Los últimos años habíamos renunciado a darle la medicina y a bañarlo (aún así se mantenía muy limpio). En Navidades, era, con diferencia, el miembro que más langostinos comía. También le encantaban los boquerones

Una noche, el día que se inauguraban las Fiestas de mi ciudad, que caen por estas fechas, mi gato salió y ya no volvió.

Continúa