Ayer escuché por la radio un dato que me parece tristísimo: la popularidad del Presidente francés, Françoise Hollande, en caída libre desde que asumió el poder, ha crecido diez puntos tras los atentados de la semana pasada. Ni más ni menos que diez puntos de popularidad, cuyo origen se me escapa. Juzgo muy razonable que la ciudadanía no cometa el absurdo de cargar en la persona del Presidente la culpa de lo ocurrido. Pero, a la luz de este dato, se diría que es cosa muy meritoria el que fanáticos maten a periodistas y agentes de tu policía, que detengan como rehenes a civiles y que mantengan, en fin, con el corazón en un puño durante una semana a tu capital y tu país.
Si en estos días ha habido alguien, o algo, que haya recogido el dolor de los franceses con emoción ése fue el Parlamento francés entonando la Marsellesa de forma espontánea
¿No se han reconocido, de hecho, errores durante los despliegues policiales que podían haber salvado vidas, por no hablar del seguimiento judicial sobre los hermanos Kouachi, que, de haber sido prorrogado, nos hubiese ahorrado la tragedia? Claro que la culpa directa de estos errores, o desafortunadas decisiones, no reside en Hollande, pero se entendería que los ciudadanos cargasen contra él como representante máximo y mayor responsable del funcionamiento de los organismos e instituciones públicas de su país. No. Los ciudadanos franceses valoran hoy un diez por ciento mejor a su Presidente que hace dos semanas.
Tal vez sea que éste a demostrado una capacidad sorprendente para hacer de su figura reflejo fiel del sentir mayoritario de los franceses; para encarnar, concretar, simbolizar en un hombre el desagravio cometido contra toda una comunidad; para proferir un discurso de palabras deslumbrantes que dejen constancia en las páginas de la historia de los dolorosos momentos vividos por los franceses, que no deben ser olvidados nunca si queremos aprender de ellos. Yo no he seguido las apariciones públicas de Hollande con especial cuidado estos días, pero muy burro he debido ser si se me ha escapado algo así. Si en estos días ha habido alguien, o algo, que haya encarnado los valores de la Francia con sinceridad, que haya recogido el dolor de los franceses con emoción y que haya dejado para la posterioridad un momento que nos remitirá siempre a los atentados de Charlie Hebdo, ése fue el Parlamento francés entonando la Marsellesa de forma espontánea.
La violencia y el conflicto tienen una gran capacidad para unir a un pueblo, y esto genera la impresión de que los pueblos, los ciudadanos, somos un poquito gilipollas
La tristeza del dato del aumento de la popularidad de Hollande (y ahora empiezo a decir lo que había venido a decir) radica en que sí se sabe su origen. Es triste porque no tiene nada que ver con Hollande, o con que los franceses sean gilipollas. La reacción de los franceses es la misma que la de los norteamericanos tras el 11-S, que la de los británicos cuando Thatcher fue con todo a las Malvinas. El rédito político que ahora puede sacarle Hollande a la desgracia es el mismo rédito político que los sucesivos gobiernos españoles le llevan sacando a ETA durante décadas. Cuando una nación sufre un ataque y aparece un enemigo concretable en un grupo armado, en un país extranjero, o en una cultura lejana, los ciudadanos tendemos a arropar a nuestro líder de turno. El miedo nos despierta una necesidad irracional de sentirnos guiados y aupamos a estas personas a posiciones de liderazgo que no obtendrían en ninguna otra circunstancia. Da igual que su papel en el instante crítico sea bochornoso, como en el caso de Bush; casual, como el de Hollande; o, peor, provocador, como Thatcher.
La violencia y el conflicto tienen una gran capacidad para unir a un pueblo, y esto genera la impresión de que los pueblos, los ciudadanos, somos un poquito gilipollas, que nos va el rollo, como dice mi padre. Que en los momentos jodidos resulta que no nos parece tan mal asumir el rol de rebaño pastoreado por quien sea, con tal de que lleve un palo; que tenemos serias incapacidades para realizar análisis de causa-efecto en los problemas complejos y peligrosos (si el efecto es aumentar la popularidad de Hollande, creo que no hemos entendido en qué consiste la causa), y abandonamos esta ardua labor a las manos de nuestros líderes porque no nos gusta tomar decisiones. Que somos manipulables, y que la democracia, por tanto, es un sistema débil, muy débil. Parafraseando a Churchill (éste fue maestro en sacar beneficio político de la guerra): el mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio. En este caso, un votante explicando por qué Hollande es ahora mejor Presidente que hace dos semanas.