Mes: febrero 2018

Yo, Tonya: dos mujeres aporreando la puerta de la Academia

s-l1000

 

Yo, Tonya es un peliculón que tenéis que ver. No os voy a contar de qué va ni lo que hace porque para eso tenéis las críticas de los periódicos, como la de Javier Ocaña, con la que estoy totalmente de acuerdo.

Solo os voy a comentar que las dos principales actrices de la película están nominadas a los Óscar y si les cae premio me parecerían dos estatuillas muy bien ganadas. Allison Janney podría llevarse el de mejor actriz secundaria por interpretar a la madre de Tonya Harding, la protagonista. En resumen, el personaje de LaVona Golden es una grandísima hija de puta que Janney lleva más allá de sus rasgos más obvios: la apariencia mostrenca, los tacos, el tabaquismo, y la mala uva. Janney consigue que el personaje provoque una experiencia agridulce, mezcla de desagrado, fascinación y una sonrisilla que nos pone un poco de parte de esta mujer que, según todas las indicaciones morales con que intentamos manejarnos cotidianamente, deberíamos odiar. Cada vez que aparece en pantalla es como una bofetada en el cuello, que produce mucho más escozor que dolor.

Pero lo que hace Margot Robbie, su hija de la ficción, te saca de la sala aturdido y emocionado. Tengo debilidad por Frances McDormand y me gustó Tres anuncios a las afueras, pero no consigue lo que Robbie en Yo, Tonya. El volumen que le da al personaje de la patinadora es brutal. La puedes tocar. Robbie hace una Tonya Harding dura y falible, paleta y profunda, desesperada y enérgica, golpeada y… golpeada, una y otra vez. Las ostias se amontonan sobre la cara y el cuerpo de Robbie incansablemente, con una brutalidad estremecedora. Y, aunque la peli no trata de exculparla de toda su responsabilidad en lo que pasó (aunque la redime bastante), te enamoras del personaje, solo quieres verla volar, sonreír.

Todas las virtudes de su actuación quedan concentradas en un plano que debería ser el argumento definitivo de que esta tía se merece un Óscar por lo que ha hecho. Son diez segundos, sin palabras, en los que Tonya Harding se mira al espejo. El plano que todo intérprete teme que le manden y que ella convierte en el plano que todo intérprete desearía hacer. Es su propio triple axel. Y lo clava.

Orion

Con 18 años o así yo escuchaba Metallica casi todos los días, pero pocas de sus canciones lograban el impacto de Orion cuando saltaba en el mp3 por la mañana de camino a clase, en el autobús o en el tren. Me había despertado hacía una hora, había desayunado como si me hubiesen puesto una pistola en la cabeza, y no podía creer que otro día más, cualquiera y anodino, me estuviese engullendo por los pies. Los trenes por la mañana son un ecosistema lamentable, un entorno de ojeras y mejillas hundidas. La gente disimula sus bostezos como puede, mira por la ventana, se aburre y aún así desea con todas sus fuerzas que el tren no llegue nunca a su destino, que no les lleve a sus curros, a sus jefes o a sus clases. Entonces, desde algún lugar desconocido, surgía una batería a la que poco a poco se iban uniendo el resto de instrumentos. Con lentitud arbórea brotaba a mis pies una música reverberante, pausada pero poderosa. Pronto era arrastrado hacia una realidad lejana y cósmica, como si me hubiesen mandado al otro lado del cielo gris de Madrid. Orion es un viaje en el que eres solo mente, una mente sensible y sin pensamiento. Los segundos se alargan y se contraen, como si cada uno guardase un corazón distinto. Mientras suena solo hay tiempo, espacio, luz negra y brillante. Lo mejor de Orion es que sonaba el último acorde, guardabas los cascos, y todavía no había terminado. Bajabas de ese tren, o ese autobús, y todavía no había terminado. Llegabas a clase, hablabas con la gente, te terminabas de despertar, y todavía sonaba. En algún lugar había un tiempo que seguía corriendo a otra velocidad. Cruzabas todo el día, con sus comidas y sus hambres, y Orion no terminaba. No había dejado de sonar desde algún punto de tu cabeza o del cosmos, ni por un momento. Orion es como una lluvia fina que a oleadas, a veces ligera, a veces caudalosa, cae desde las alturas celestiales de la constelación que le da nombre. Su intermitencia sólo es aparente, en realidad lo impregna todo, constantemente. Es como la puta Matrix. Crees que sólo se va a apagar al acostarte y desenchufar tu consciencia, pero entonces se alza pletórica y absoluta y llega la oscuridad y no hay nada más.

Orion es puro sueño. Es la polla. Y es una delicia que aún la toquen en directo estos capullos.

Reseñas Literarias (XI): Tres días y una vida, de Pierre Lemaitre

tres días y una vida portada

En 2009 Carlos Boyero puso a parir Los abrazos rotos y se montó un lío tremendo cuando Pedro Almodóvar decidió cargar desde su blog contra el cronista cinematográfico y su periódico, El País. Hubo un cruce de acusaciones que seguí con interés más bien morboso. Ambas partes se parapetaban en razonamientos harto conocidos (que si la libertad de expresión, que si el respeto). Pero hubo un argumento que sí me llamó la atención. Almodóvar se quejaba de que Boyero había llegado a opinar sobre películas cuyo visionado no había terminado. Un espectador normal es libre de irse en mitad de mis películas, venía a decir el director, pero alguien que va a escribir una opinión y además cobrar por ello debería verlas enteras. Por respeto, y porque si no la ha visto hasta el final, simplemente no conoce de qué está escribiendo. Me pareció que Almodóvar tenía razón.

Este enero he pasado dos semanas pendiente de que devolviesen a la biblioteca de mi barrio Tres días y una vida, de Pierre Lemaitre. Título sugerente, autor que no había estrenado, y una sinopsis muy atractiva: un hombre que vive con miedo a que descubran que una vez, de niño, hizo una cosa brutal. Me llaman a mí las novelas que tratan o emplazan su historia en la infancia de sus personajes.

¿Recordáis lo que disfruté leyendo la Eneida? Bueno, esta nueva lectura ha sido un poco diferente. De hecho, cerrar la Eneida y abrir acto seguido Tres días y una vida ha sido lo más parecido a ostiarme desde un quinto piso que he experimentado en mi vida. A las tres frases sospeché que lo mismo el libro no era para tanto. A la décima página ya sabía que si lo terminaba sería sólo para poder preveniros de acercaros a él sin que Almodóvar se enfadase conmigo. Como los niños cuando se toman el puré, he leído doscientas diez páginas tapándome la nariz. Por ustedes.

Para que veáis que no exagero os transcribo una de las frases más delirantes y chapuceras que jamás vi en letras impresas: “(…) a su paso se hacía un silencio peculiar, susurrante, respetuoso, admirativo, doloroso y solemne” (p. 81). No sé, Pierre, ¿seguro que seis putos adjetivos al final de la frase serán suficientes? Para compensar, los pechos de una chica parecen “increíblemente redondos” (p.93) y sus nalgas “tan redondas” (p.95) mientras el culo de otra es ¿lo adivináis? “de una redondez pasmosa” (p. 159). Por supuesto, la redondez de los culos es igual que la redondez de los pechos, que no difiere en nada de la redondez de una pelota NIVEA o de un roscón de reyes. Yo no sé por qué sistema de valores acabas colgando seis calificativos de un silencio y obligando a dos culos y unas tetas a compartir sólo uno.

Lo que hiere no es la economía de vocabulario, es la falta de imaginación, que convierte las páginas en verdaderos páramos de creatividad. En el mejor de los casos, las palabras no dicen más que lo que pasa. El déficit de estilo alcanza niveles de ejercicio de taller de escritura de barrio. Ni siquiera faltan puntos suspensivos, que es la marca inconfundible del aficionado. También hay muchos párrafos de una sola línea, incluso acumulados, porque todo en la novela busca un efecto obvio y cortoplacista. Como las cosas que pasan “de repente”: de repente salió corriendo, de repente sonó el timbre. ¿Cómo quieres que suene el timbre, poquito a poco?

En fin, a qué extenderme más. Podría señalar los aburridos capítulos del diluvio y sus enumeraciones eternas; que los personajes, especialmente el de la madre, no toman cuerpo en ningún momento, o que incluso el final, que confieso que me sorprendió, es arruinado por unas explicaciones del todo innecesarias. Tres días y una vida es mala de cojones. Y el problema no es que alguien escriba una mala novela, que no hace daño a nadie, sino que un editor la publique y luego otro la traduzca. Pierre Lemaitre es un autor popular y ha ganado importantes galardones con obras anteriores. Es desolador que la industria editorial funcione así, sacando las chapuzas de unos, mientras novelas bien dignas de otros se pudren en cajones.

Pero ¡ojo!, porque un último dato, que he reservado sabiamente para finalizar la reseña, puede alimentar la teoría de que esta obra no sea un resbalón del autor. Tras acabar la página doscientos veinte aún me quedaba algo de aliento (recordad que leía evitando respirar) para leer los agradecimientos. ¡Una página entera! Lo siento pero en esto soy como Alberto Olmos, o sea muy nazi. Si una persona no sabe redactar unos agradecimientos breves, es que no distingue bien lo superfluo de lo importante y tal vez, tal vez, no debería dedicarse a escribir. Lemaitre, confundiendo el apoyo con la influencia, llega a agradecer a una quincena de escritores, como por ejemplo (¿por qué no?) Marcel Proust, o (¿por qué no?) Homero y Sartre.

Aunque ahora que lo pienso, la frase de los seis adjetivos puede que se la susurrase el fantasma poco inspirado de Proust.

 

MEJOR FRAGMENTO: El título y la portada… no, hombre, tampoco hay que ser tan cabronazo. Llamadme guarrete pero la escena del follisqueo no me pareció mal:

Se quedaron así un momento, pegados, sin saber qué hacer, incluso temiendo mirarse, y luego se echaron a reír. Un residuo de la infancia los alcanzó y fue como si acabaran de hacerles una jugarreta a los adultos, a la vida.

 

Reseñas literarias (X): Eneida, de Virgilio

aenid flight from troy

Eneas saliendo de Troya (Federico Barocci, 1598)

 

Todos sabemos quién fue Virgilio y de qué va la Eneida, y también sabemos que lo natural es que hoy en día nadie se acerque a ella ni con un palo. Vengo a comentaros que tal vez deberíais tirar el palo y leerla. Yo lo he hecho, y lo he flipado.

Como no quiero quedarme corto en esto de hacerme el listo os contaré que he leído la Eneida obedeciendo a un plan que incluía, en orden narrativo, la Ilíada y la Odisea, dos obras que mola mucho ver en el cine pero que tampoco tocaríamos ni con un palo. Ser el único autor de este blog me confiere la autoridad necesaria para deciros que podéis prescindir de la Odisea. Eneida muy bien; Ilíada muy bien sobre todo si vas a leer luego la Eneida; Odisea caca.

Yo he leído las ediciones de Cátedra, que es una editorial muy seriosa y con muchas notas a pie de página para que los que somos medio tontos nos enteremos de lo que está pasando. La Odisea decidieron editarla en prosa, y en mi opinión la cagaron. Así que no sé muy bien si es que la Odisea no me gusta como obra, o lo que no me gusta es la prosa. Llegar hasta el borde de la página es muy cansado, tíos. Reconozco que es contradictorio que la Odisea, donde cada canto es una aventura, resulte más aburrida que la Ilíada, donde cada tres páginas está sucediendo lo mismo: lanzazos. Pero qué lanzazos, amigos. Desde luego ya no nos lanceamos los mozos como antaño.

Aunque yo me haya leído Ilíada y Eneida en un margen de dos meses, fueron escritas en un margen(sito) de siete u ocho siglos. Y se nota. Todo es muchísimo más cercano: la complejidad de los personajes, los usos narrativos, la simbología. Qué duda cabe que es mucho más fácil para un traductor aproximarnos al ingenio original de un Virgilio que escribía en latín que de un Homero que escribía griego antiguo. Yo supongo que es imposible traducir la Ilíada a español moderno y no tener que inventarte la mitad. La traducción de la Eneida que realiza Espinosa es muy buena. Al menos eso decían las notas al pie del editor. Además, y esto no lo sabía yo, el poema fue concebido con la intención política de magnificar la figura de Augusto, que se había proclamado Emperador décadas antes, al salir vencedor de unas guerras civiles traumáticas. ¿Hay algo más familiar para nosotros que la propaganda política en su versión story-telling?

La Eneida se divide en doce libros que a su vez podemos (puedo) dividir en tres partes. La primera narra la llegada de Eneas a Cartago, la relación de éste con la reina Dido (en la que se inserta la narración majestuosa de la caída de Troya) y cómo Eneas la abandona en busca de la tierra que los dioses le han prometido para su pueblo. En la segunda parte, con mucho la más carente de interés para mí, Eneas celebra unos juegos a la memoria de su padre y se da un voltio por el infierno, a lo Odiseo. En la tercera, Eneas llega por fin al Tíber con intención de fundar la futura Roma, pero antes tiene que ostiarse con Latinos y Ausonios, que eso de que vengan unos de a tomar por saco a quitarles mujeres y tierras por la gloria de una Italia que no existe les hace menos gracia que el perdigón a los tordos.

Dos mil años no han bastado para corromper mínimamente la fuerza expresiva de Virgilio, que en algunos pasajes es inclemente como una apisonadora. Virgilio pone en boca de sus personajes unos discursos hinchados de pasión y espíritu. Es emocionante la humanidad que alcanzan y que reconocemos más allá de la distancia que hay entre el pensamiento y la moral actuales y la de la época del poeta latino. Virgilio añade sobre el héroe homérico una profundidad psicológica que endereza el foco de nuestra atención no hacia lo que es, sino hacia lo que hace. Aquiles mata porque es furioso. Odiseo llega a Ítaca porque es astuto. Eneas mata porque no encuentra otra solución para llevar a cabo lo que los dioses le mandan.

Esto no quita que cada personaje se caracterice por unos rasgos reconocibles que limitan su conducta, como requiere cualquier narración. A Eneas lo conduce un sentimiento de responsabilidad extrema. Su fortaleza moral, su pietas es el motor de la acción de la epopeya. Eneas carga con la responsabilidad múltiple de salvar a lo que queda de pueblo troyano, de realizar la voluntad de los dioses (fundar Roma) y de defender a su familia. Esta capacidad para asumir sacrificios queda resumida en la imagen de Eneas echándose a su padre a las espaldas para librarlo de las llamas de Troya. Veinte siglos después Rulfo utilizaría la misma imagen invertida (un padre portando a un hijo) en la pequeña obra maestra No oyes ladrar a los perros, para comunicar los valores contrarios: el egoísmo y la irresponsabilidad.

La técnica narrativa que despliega el autor latino es acojonante. El poema nace con un comienzo in media res que te coge del pescuezo y te mete en un remolino de agua salada, en un despliegue sensorial sin preliminares que sin embargo apenas le cuesta unas pocas palabras. Escrita hace dos mil años, es una de las obras más cinematográficas que he leído en mi vida. Y con esa destreza del lenguaje que a veces roza la plasticidad, el poema se conduce hacia unas últimas doscientas páginas apoteósicas. En la batalla entre los Eneadas y Latinos es donde los paralelismos con la Ilíada se hacen más evidentes. Virgilio no solo fue capaz de estar a la altura de Homero, sino que sublimó los recursos narrativos del poeta griego, renovándolos y abonando en ellos un simbolismo psicológico e histórico que hicieron de la epopeya latina una fuente de análisis inagotable.

Nada falta, nada sobra. Todos los elementos (acción, tiempo, personajes incluso objetos) están rigurosamente dispuestos y diseñados para alcanzar el máximo efecto en el lector. Manda huevos que Virgilio, antes de morir, le pidiese a Augusto que la destruyese.

MEJOR FRAGMENTO: El personaje de Mecencio y en especial su muerte (final del Libro IX). PURO WESTERN

 

Brevas

Creo haber dado con un principio estético que a mí al menos me funciona: a menos distancia, más belleza. Hablo de la distancia que separa al creador de su instrumento, no siempre física. Así por ejemplo, al margen de la música producida, no puedo evitar que me parezca muchísimo más bello el guitarrista que toca con los dedos, que el que utiliza una púa. Hay ahí ya un elemento frío, que añade disonacia a la relación del guitarrista y su guitarra y que evita que alcancen entre los dos los mismos niveles de organicidad que un guitarrista flamenco cuando ejecuta un picado. Comentario aparte merecerían los que se empeñan en tocar con la guitarra por las rodillas. Otro ejemplo son los pasos de salida, que permiten a los jugadores de la NBA recorrerse media cancha sin botar. La pelota en el baloncesto es botada y no llevada, y por tanto, a un jugador en movimiento (horizontal) le corresponde una pelota en movimiento (vertical). Cancelar ese principio, aunque sólo sea durante unos pasos, resulta en un tío que deja de hacer baloncesto para correr llevando una pelota, como podría acarrear un melón. Y esos segundos en los que jugador y pelota se divorcian, pues mientras uno esprinta la otra no bota ni una vez, hacen los partidos más espectaculares y consiguen que se metan más puntos. Pero para mí son, estéticamente hablando, una tragedia. Tal vez sólo sea una solución que he encontrado intentando racionalizar mis manías.

Cuando era pequeño había por mi casa un cuento titulado ¡Qué desastre! protagonizado por un perro llamado Desastre. Desastre era sucio y vago y cuando movía el culo rompía algo. Olía mal, andaba siempre tirado a la bartola, despeinado y con restos de basura por todo el cuerpo. Su madre, por el contrario, era bonita, limpia y muy educada y se preguntaba cómo podía haberle salido un hijo así. A Desastre todo el mundo le gritaba y le daba puntapiés. Se sentía mal por hacerle pasar vergüenza a su madre, pero a la vez era incapaz de sentir remordimientos por el mero hecho de ser como era. Hace años que perdimos el cuento. No recuerdo cómo terminaba, si Desastre conseguía adaptarse al mundo o que el mundo le comprendiese, o una mezcla de ambos. Pero no importa, creo que ya lo he entendido. Me ha llevado 20 años.

La Iliada y la Odisea están dividias en cantos, y la Eneida en libros.

Volviendo al princpio de que la cercanía es belleza (y ya me voy), esto también se puede aplicar a la literatura. Qué fatalidad cuando advertimos en un texto que su construcción, a golpes con el lenguaje, ha acabado llevando al autor a un sitio muy alejado de la idea original que había en su pensamiento cuando empezó a escribir.