En 2009 Carlos Boyero puso a parir Los abrazos rotos y se montó un lío tremendo cuando Pedro Almodóvar decidió cargar desde su blog contra el cronista cinematográfico y su periódico, El País. Hubo un cruce de acusaciones que seguí con interés más bien morboso. Ambas partes se parapetaban en razonamientos harto conocidos (que si la libertad de expresión, que si el respeto). Pero hubo un argumento que sí me llamó la atención. Almodóvar se quejaba de que Boyero había llegado a opinar sobre películas cuyo visionado no había terminado. Un espectador normal es libre de irse en mitad de mis películas, venía a decir el director, pero alguien que va a escribir una opinión y además cobrar por ello debería verlas enteras. Por respeto, y porque si no la ha visto hasta el final, simplemente no conoce de qué está escribiendo. Me pareció que Almodóvar tenía razón.
Este enero he pasado dos semanas pendiente de que devolviesen a la biblioteca de mi barrio Tres días y una vida, de Pierre Lemaitre. Título sugerente, autor que no había estrenado, y una sinopsis muy atractiva: un hombre que vive con miedo a que descubran que una vez, de niño, hizo una cosa brutal. Me llaman a mí las novelas que tratan o emplazan su historia en la infancia de sus personajes.
¿Recordáis lo que disfruté leyendo la Eneida? Bueno, esta nueva lectura ha sido un poco diferente. De hecho, cerrar la Eneida y abrir acto seguido Tres días y una vida ha sido lo más parecido a ostiarme desde un quinto piso que he experimentado en mi vida. A las tres frases sospeché que lo mismo el libro no era para tanto. A la décima página ya sabía que si lo terminaba sería sólo para poder preveniros de acercaros a él sin que Almodóvar se enfadase conmigo. Como los niños cuando se toman el puré, he leído doscientas diez páginas tapándome la nariz. Por ustedes.
Para que veáis que no exagero os transcribo una de las frases más delirantes y chapuceras que jamás vi en letras impresas: “(…) a su paso se hacía un silencio peculiar, susurrante, respetuoso, admirativo, doloroso y solemne” (p. 81). No sé, Pierre, ¿seguro que seis putos adjetivos al final de la frase serán suficientes? Para compensar, los pechos de una chica parecen “increíblemente redondos” (p.93) y sus nalgas “tan redondas” (p.95) mientras el culo de otra es ¿lo adivináis? “de una redondez pasmosa” (p. 159). Por supuesto, la redondez de los culos es igual que la redondez de los pechos, que no difiere en nada de la redondez de una pelota NIVEA o de un roscón de reyes. Yo no sé por qué sistema de valores acabas colgando seis calificativos de un silencio y obligando a dos culos y unas tetas a compartir sólo uno.
Lo que hiere no es la economía de vocabulario, es la falta de imaginación, que convierte las páginas en verdaderos páramos de creatividad. En el mejor de los casos, las palabras no dicen más que lo que pasa. El déficit de estilo alcanza niveles de ejercicio de taller de escritura de barrio. Ni siquiera faltan puntos suspensivos, que es la marca inconfundible del aficionado. También hay muchos párrafos de una sola línea, incluso acumulados, porque todo en la novela busca un efecto obvio y cortoplacista. Como las cosas que pasan “de repente”: de repente salió corriendo, de repente sonó el timbre. ¿Cómo quieres que suene el timbre, poquito a poco?
En fin, a qué extenderme más. Podría señalar los aburridos capítulos del diluvio y sus enumeraciones eternas; que los personajes, especialmente el de la madre, no toman cuerpo en ningún momento, o que incluso el final, que confieso que me sorprendió, es arruinado por unas explicaciones del todo innecesarias. Tres días y una vida es mala de cojones. Y el problema no es que alguien escriba una mala novela, que no hace daño a nadie, sino que un editor la publique y luego otro la traduzca. Pierre Lemaitre es un autor popular y ha ganado importantes galardones con obras anteriores. Es desolador que la industria editorial funcione así, sacando las chapuzas de unos, mientras novelas bien dignas de otros se pudren en cajones.
Pero ¡ojo!, porque un último dato, que he reservado sabiamente para finalizar la reseña, puede alimentar la teoría de que esta obra no sea un resbalón del autor. Tras acabar la página doscientos veinte aún me quedaba algo de aliento (recordad que leía evitando respirar) para leer los agradecimientos. ¡Una página entera! Lo siento pero en esto soy como Alberto Olmos, o sea muy nazi. Si una persona no sabe redactar unos agradecimientos breves, es que no distingue bien lo superfluo de lo importante y tal vez, tal vez, no debería dedicarse a escribir. Lemaitre, confundiendo el apoyo con la influencia, llega a agradecer a una quincena de escritores, como por ejemplo (¿por qué no?) Marcel Proust, o (¿por qué no?) Homero y Sartre.
Aunque ahora que lo pienso, la frase de los seis adjetivos puede que se la susurrase el fantasma poco inspirado de Proust.
MEJOR FRAGMENTO: El título y la portada… no, hombre, tampoco hay que ser tan cabronazo. Llamadme guarrete pero la escena del follisqueo no me pareció mal:
Se quedaron así un momento, pegados, sin saber qué hacer, incluso temiendo mirarse, y luego se echaron a reír. Un residuo de la infancia los alcanzó y fue como si acabaran de hacerles una jugarreta a los adultos, a la vida.