Mes: marzo 2018

Nunca le vi así

No recuerdo el número de teléfono de su casa, que tantas veces marqué, ni los apellidos de otros amigos de aquella época a los que no he vuelto a ver. Pero hace poco recordé el suyo, debido a que conocí a otra persona que se apellidaba de la misma manera, y busqué en Facebook su nombre con ese primer apellido (el segundo nunca lo aprendí). El primer resultado sugerido no parecía ser la persona que buscaba, pero aun así pinché en el perfil, por darle un voto de confianza al logaritmo de la red social. Se abrió la foto, y no creía haber tenido suerte. Pero la comparación del escáner de mi mirada sobre la imagen con el recuerdo que guardaba de él dio positivo y tuve que sortear la sorpresa para reconocer que sí, que aquella cabeza morena empotrada contra unos trapecios y un torso de culturista era la de mi amigo de la infancia. Pasé esa foto y la siguiente. La tercera, titulada “Piscina 2014” (reconocí el fondo de esa piscina), me dio toda la información que podría desear de la casi totalidad de su anatomía. Un musculitos, efectivamente. Mi amigo debía llevar metido en un gimnasio la mitad de la vida que ha vivido desde que le dejé. Sin embargo, mi desagrado no tenía nada que ver con la envidia. Musculoso, sí, pero hinchado. Un cuerpo poco bonito, con una desproporción insoslayable entre el volumen de sus piernas y el de su tronco. Y pensé, qué falta hacía, si ya eras lo más, si ya cuando jugábamos con diez años eras el líder del grupo (éramos normalmente cuatro), el más carismático, el que nadaba más rápido, jugaba mejor al fútbol y al que menos le costaba convencer a los otros de sus planes. Eras fuerte, pero no necesariamente el más fuerte. Y no pude evitar que me apenase ver el cuerpo delgado del niño que era mi amigo convertido concienzudamente en esa masa. Cuando esa misma piscina aún no era Piscina 2014 sino Piscina 1999 o 2000, solíamos jugar los dos a una cosa que habíamos bautizado como “el toro loco” o algo así, que nos reportaba muchas risas. Consistía en que uno se montaba sobre el otro, que, a cuatro patas, tenía que fingir convulsiones y espasmos hasta conseguir tirar a su jinete al césped. Él era más alto y pesado que yo (yo la verdad es que era un niño muy bajito), así que disfrutaba más del juego que él porque mis convulsiones no eran tan tremendas bajo sus más de treinta kilos. Nos comparábamos los lunares y el color de la piel. Él era moreno natural, y yo moreno bronceado gracias a las muchas horas (todas) y los muchos baños en la piscina. Desde una mirada adulta, casi confunde la cercanía con que llegábamos a conocer nuestros cuerpos en esos juegos y veranos. Recuerdo los pezones graciosos, y su vello rubio por la espalda y el pecho que formaba espirales. Las señalaba y decía, parece que te salen soletes, y nos reíamos. Así que ver su imagen adulta me causa nostalgia y me procura una fuerte sensación de irremediable paso del tiempo. Porque nunca le habría imaginado así, pero es lo que es, y causa desazón ver que la vida da lugar a ciertas realidades mientras descarta otras que parecían más deseables o temidas o incluso más probables, como que ése chico, sabiéndose fuerte y seguro de sí desde los diez años, jamás hubiese sentido la necesidad de convertirse en una mole. Y todas esas posibilidades descartadas no van a ninguna parte, simplemente no serán. Uno intenta unir una línea de puntos imaginaria a través de los años, una línea que explique la evolución de las cosas, pero resulta casi imposible: no es que la infancia quede lejos, remota, es que parece que se trata de otra vida que apenas puedo decir que me pertenezca. A todo ello contribuye que nada quede de esos días, esos años, más allá de mis padres, mis hermanos y estos recuerdos. Ni siquiera el paisaje, ni siquiera mi cuerpo (ahora paseo orgulloso casi 180 centímetros de homo sapiens por el mundo y me creo alto). Ni siquiera yo mismo, pues no soy nada de lo que entonces soñé que sería de mayor (y soñaba con serlo todo).