Hoy la Biblioteca Nacional de España ondea su bandera a media hasta porque Adolfo Suárez ha muerto. No sé a qué hora abre la Biblioteca Nacional: pero según la hora de mis llegadas, antes de las once seguro. Da igual las veces que uno suba las escaleras de piedra por las que se entra: las esculturas que presiden su puerta siempre impresionan, y Cervantes siempre está demasiado esquinado para ser Cervantes. Al entrar, muestras tu carné y te dan una pegatina. Luego le doy religiosamente los buenos días al agente de seguridad que se encarga de supervisar el detector de metales. Tal vez lo haga por verle así, tan sin nada que hacer.
La Biblioteca Nacional tiene un gran defecto. Antes de entrar has de meter las pertenencias que no vayas a utilizar en una taquilla que requiere un euro. Si no tienes euro no puedes dejar abrigo, mochila y demás cosas y te quedas fuera. Así que ya sabéis.
La sala de estudio de la Biblioteca Nacional es a la vez imponente y acogedora. Su altura, la gran claraboya cuadrada, los pupitres de madera barnizada, las sillas que son butacones… nada hay que no recuerde en sus rasgos pertenecer a una ilustre y vieja institución, y a la vez, todo parece diseñado para la comodidad del ciudadano normal que hace uso de ella. Y así se siente. En esta sala los sonidos se magnifican y apoderan de dimensiones que no conocías. Alguien que apoya un libro en su pupitre es artífice involuntario de un estruendo que queda por segundos reverberando entre las paredes. Alguien que pasa una página cree ser oído por los que están en la otra esquina. Los escritorios están ordenados numéricamente. Los impares miran hacia el Este, los pares al Oeste. Las suelas de goma de mis zapatillas deportivas hacen mucho ruido cuando dejo la moqueta y ando sobre el parqué y me hacen sentir un poco indigno de estudiar en semejante edificio.
He de decirlo, porque si no sería un hipócrita: el wifi de la Biblioteca no está nada mal.
A las tres salgo para comer. Enfrente de la boca de la estación de Recoletos hay un hombre con una caja de cartón llena de claveles que vende a gritos a dos euros. Merece la pena cruzar el paseo de Recoletos y tomar Bárbara de Braganza. Avanzando unos doscientos metros encuentras, haciendo esquina, el pub Finnegans. Es de estilo irlandés, con sus paredes de madera verde, y cristaleras sobre las que han escrito en pintura WATCH HERE RUGBY, o algo así. A mí todo eso me da igual. A mí lo que me importa es que por 10 euros te sirven un menú de lo más sustancioso. De esos que cuando has terminado te da por pensar «detrás de esto está la mano de una cocinera que se ha propuesto que no eche en falta a mi madre». Y así es: el salmorejo que te sirven está a la altura del gazpacho de mi madre. Y eso, amigos, son palabras mayores.
Comiendo ahí pueden pasar cosas. O no. Si tienes suerte se sienta un doble de Adolfo Suárez, trajeado y todo, y se pone a comer en la mesa de enfrente. Os lo juro. Os lo juro por el gazpacho de mi madre. En el pub-restaurante sólo he visto hasta ahora a dos camareras trabajando. Una tiene rasgos del Este. La procedencia de la otra me tiene inquieto. Tiene unos ojos de esos que me hacen pensar que podría enamorarme por unos días sin ningún problema. Aún no sé sus nombres.
Al volver a la insigne institución ya no hay hombre ni caja de claveles en la boca de la estación de tren.
En la sala de estudio de la Biblioteca hay gente de todas las edades. No os sintáis mal si a vuestro lado se sienta una viejecita que lee libros de aspecto más denso que los vuestros, con más avidez y tomando más notas escritas con mejor letra que la vuestra. También hay gente joven, claro. También hay chicas guapas, claro (las chicas guapas son una especie que se siente cómoda en este tipo de edificios públicos dedicados a la lectura, vaya usted a saber por qué), pero como no llevo gafas no puedo ofreceros datos rigurosos tocantes a este apartado. Si eres miope hay un truco para ver mejor sin las gafas. Con los dedos índice y pulgar formas un aro que apoyas sobre uno de tus ojos mientras guiñas el otro. Los rayos de luz sufren una pequeña desviación al chocar con el perfil de tus dedos y así ves un poco más nítido. Pues bien, he puesto el aro en mi ojo y cuando he enfocado, la chica me estaba mirando directamente. He disimulado haciendo como que me restregaba los ojos. Ha sido un momento glorioso del que no estoy orgulloso, pero tampoco puedo decir que me avergüence.
En los pasillos que van hacia los baños hay cuadros de los ganadores del Premio Cervantes. Me gustan especialmente el de Ernesto Sábato y el de Juan Marsé. Mientras los miro, intentado identificar los rostros de los autores que menos conozco (o menos conseguidos), los chirridos de mis zapatillas me recuerdan que aún me quedan unos añetes hasta que cuelguen mi retrato. Aún no ha habido una maldtia vez que haya abierto a la primera la puerta del baño de la Biblioteca Nacional de España. El baño de hombres huele muy bien. Huele a chicle de frutas. Huele tan bien que me podría comer un estofado dentro. Sólo que aún tengo el menú del Finnegans dándome fiesta en las tripas.
Aparte del euro que requiere la taquilla antes de entrar, la Biblioteca tiene otra gran desventaja. Durante todo el día, en algún punto sobre el techo de la sala de estudio, unos motores de aire acondicionado trabajan generando un zumbido de fondo. A las siete en punto de la tarde se paran, y ante ese silencio inesperado, la cabeza, que llevaba horas dedicando una pequeña parte de su energía a neutralizar ese ruido, da la sensación de expandirse más allá del cráneo.
A las nueve cierran. Dejas tus libros en las mesas del centro de la sala. Muestras el carné antes de pasar a recoger las cosas de la taquilla. En la calle ya todo está a oscuras. Arrancas la pegatina mientras bajas los escalones junto a la estatua enorme de Alfonso X. Estás cansado. La lectura concentrada durante todo el día somete a las neuronas a una fricción mayor de la que habías previsto. Cruzas la verja de hierro y te metes en la boca de tren donde unas horas o años antes un hombre vendía claveles.
Pd. He subido 4 entradas en nueve días. No os acostumbréis.