Un grupo de seis hombres, andando por la acera, todos con camiseta y gafas de sol. Yo lo vi.
Una pareja joven, español él española ella, en Candem. Subiendo las escaleras, piedra negra, del Stables Market de Candem, Candem Town. Subiendo sobre la piedra negra, subiendo bajo el cielo gris. Subiendo, subían con los pasos coordinados. Un pie izquierdo eran dos pies izquierdos, un pie derecho eran dos pies derechos. Un pie izquierdo y un pie derecho, español él y española ella, subían las escaleras de Candem Town. Terminaron de subir, más cerca del cielo gris, y le tocó su culo, le puso la mano en el culo, español, mientras se alejaban, españoles, con sus pasos coordinados. Yo lo vi.
Un jovenen el metro exhibe en su pecho una pegatina «I´m in». Tardo en darme cuenta de que no es inglés, es alemán. A su derecha duerme un hombre que parece un sapo enorme sentado. Es moreno, lleva gafas de sol, su boca es una línea curvada hacia abajo. Su piel es gruesa y cenicienta. Tiene la mano en alto, agarrando la barra vertical. De pronto mueve la cabeza, y me doy cuenta de que no estaba durmiendo. Pero pronto vuelve a su impasibilidad, a su anterior inmovilismo. Podría ser inglés, su cuerpo estaba también debatiéndose entre el remain y el leave, no de Europa, sino del sueño. Yo lo vi.
Una tabla de skate partida en dos y olvidada para siempre sobre el techo de una marquesina, desangrándose en un charco rosa y oxidado. Yo, sí, lo vi.
En el vagón del metro un hombre llevaba un perro sobre sus rodillas. El perro no estaba echado, estaba de pie sobre las piernas de su dueño. Era un perro de una especie parecida al Bull Dog francés, una de esas raza cuya dificultad para respirar, hocico chato y ojos enormes que parecen a punto de salir disparados de sus cuencas oculares, todo ello, les da a sus individuos la apariencia de estar continuamente sufriendo. Estos perros, a pesar de su innegable fealdad, inspiran cierto cariño, cierta conmiseración, y cuentan cada vez con más gente que los aprecia. El perro, de color ceniza oscuro, miraba aquí y allá con su cara suplicante.
En un momento dado, el hombre sentado frente a él, un hombre joven, rubio, con cara de buena persona, se inclinó y pidió permiso al dueño para acariciar al chucho. Mientras le acariciaba, pasando su mano alrededor de ese hoicco casi inexistente, el hombre sonreía con una placidez un poco melancólica. Me descubrí sonriendo, a pesar de que encuentro un triste patetismo en esas personas solitarias que tratan de establecer un vínculo efímero con un animal que no es suyo. Y no era el único. Medio vagón sonreía delicadamente, sin quererlo.
Asfixiado, apenas sensible a las caricias, el perro repartía felicidad. Recibía con mucha dignidad las caricias. Sentado sobre sus flancos traseros y con las patas bien erguidas sobre las rodillas de su dueño, continuaba observando su entorno, sin reparar en quien le acariciaba tan desprendidamente. En la siguiente parada, su dueño se levantó y lo siguió, andando hacia al puerta del vagón como un diminuto y doliente dios. Y se marchó, dejándonos solos con el pequeño milagro que nos había regalado.
Yo lo vi.
También vi a un par de amigos, cervezas de muchos colores, vi a Plácido desde una pantalla gigante instalada en Trafalgar Square, jóvenes con las que podía hablar en mi idioma que llevan allí años, una kazajistaní con la que no podía hablar en mi idioma, vi el río, la guerra en el museo, Egipto en el museo, vi sol, que es mucho decir; vi una chica con la que había compartido vuelo, aunque no me creyese, vi un accidente de tráfico, chicas cruzando solas la calle, y comiendo solas, vi una camarera del Este poner tres cócteles y un cola-cao, vi jóvenes homeless, vi que amanecía casi a las tres y media de la madrugada, vi peatones y coches parados durante muchos segundos, sin entender por qué; vi el culo de la de delante durante 100 escalones, vi ratones en los andenes, un chico potar, vi que perdía el vuelo de vuelta.