Mes: junio 2016

Visiones de Londres

Un grupo de seis hombres, andando por la acera, todos con camiseta y gafas de sol. Yo lo vi.

Una pareja joven, español él española ella, en Candem. Subiendo las escaleras, piedra negra, del Stables Market de Candem, Candem Town. Subiendo sobre la piedra negra, subiendo bajo el cielo gris. Subiendo, subían con los pasos coordinados. Un pie izquierdo eran dos pies izquierdos, un pie derecho eran dos pies derechos. Un pie izquierdo y un pie derecho, español él y española ella, subían las escaleras de Candem Town. Terminaron de subir, más cerca del cielo gris, y le tocó su culo, le puso la mano en el culo, español, mientras se alejaban, españoles, con sus pasos coordinados. Yo lo vi.

Un jovenen el metro exhibe en su pecho una pegatina «I´m in». Tardo en darme cuenta de que no es inglés, es alemán. A su derecha duerme un hombre que parece un sapo enorme sentado. Es moreno, lleva gafas de sol, su boca es una línea curvada hacia abajo. Su piel es gruesa y cenicienta. Tiene la mano en alto, agarrando la barra vertical. De pronto mueve la cabeza, y me doy cuenta de que no estaba durmiendo. Pero pronto vuelve a su impasibilidad, a su anterior inmovilismo. Podría ser inglés, su cuerpo estaba también debatiéndose entre el remain y el leave, no de Europa, sino del sueño. Yo lo vi.

Una tabla de skate partida en dos y olvidada para siempre sobre el techo de una marquesina, desangrándose en un charco rosa y oxidado. Yo, sí, lo vi.

En el vagón del metro un hombre llevaba un perro sobre sus rodillas. El perro no estaba echado, estaba de pie sobre las piernas de su dueño. Era un perro de una especie parecida al Bull Dog francés, una de esas raza cuya dificultad para respirar, hocico chato y ojos enormes que parecen a punto de salir disparados de sus cuencas oculares, todo ello, les da a sus individuos la apariencia de estar continuamente sufriendo. Estos perros, a pesar de su innegable fealdad, inspiran cierto cariño, cierta conmiseración, y cuentan cada vez con más gente que los aprecia. El perro, de color ceniza oscuro, miraba aquí y allá con su cara suplicante.

En un momento dado, el hombre sentado frente a él, un hombre joven, rubio, con cara de buena persona, se inclinó y pidió permiso al dueño para acariciar al chucho. Mientras le acariciaba, pasando su mano alrededor de ese hoicco casi inexistente, el hombre sonreía con una placidez un poco melancólica. Me descubrí sonriendo, a pesar de que encuentro un triste patetismo en esas personas solitarias que tratan de establecer un vínculo efímero con un animal que no es suyo. Y no era el único. Medio vagón sonreía delicadamente, sin quererlo.

Asfixiado, apenas sensible a las caricias, el perro repartía felicidad. Recibía con mucha dignidad las caricias. Sentado sobre sus flancos traseros y con las patas bien erguidas sobre las rodillas de su dueño, continuaba observando su entorno, sin reparar en quien le acariciaba tan desprendidamente. En la siguiente parada, su dueño se levantó y lo siguió, andando hacia al puerta del vagón como un diminuto y doliente dios. Y se marchó, dejándonos solos con el pequeño milagro que nos había regalado.

Yo lo vi.

También vi a un par de amigos, cervezas de muchos colores, vi a Plácido desde una pantalla gigante instalada en Trafalgar Square, jóvenes con las que podía hablar en mi idioma que llevan allí años, una kazajistaní con la que no podía hablar en mi idioma, vi el río, la guerra en el museo, Egipto en el museo, vi sol, que es mucho decir; vi una chica con la que había compartido vuelo, aunque no me creyese, vi un accidente de tráfico, chicas cruzando solas la calle, y comiendo solas, vi una camarera del Este poner tres cócteles y un cola-cao, vi jóvenes homeless, vi que amanecía casi a las tres y media de la madrugada, vi peatones y coches parados durante muchos segundos, sin entender por qué; vi el culo de la de delante durante 100 escalones, vi ratones en los andenes, un chico potar, vi que perdía el vuelo de vuelta.

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Luna (de) Miguel

Creía haber dado con una falla en mi cerebro (otra más), una especie de bug en mi sistema operativo, que me impide aprenderme el nombre de Luna Miguel con tranquilidad, tal cual, sino que me obliga, siempre que la nombro o pienso su nombre, a añadirle un «de» que antecede a su apellido. Luna Miguel es una conocida, joven, poeta española. No tan conocida porque tenga muchos lectores, porque ni Dios lee poesía, sino por la popularidad que se ha sabido labrar en las redes desde hace bastantes años ya, a base de la exposición de su persona/figura/imagen. El caso es que anoche me encontraba en un pequeño grupo de gente y empezamos a hablar de Luna, ya digo, no porque la leamos, ni porque seamos especialmente maliciosos, sino porque de Luna toca hablar de vez en cuando. Luna es la única referencia sobre poesía joven española que tiene el gran público, y así como hace un par de años hablábamos de Podemos para hacer como que estábamos al día de política, así se sigue hablando de Luna: para mostrarnos menos ignorantes, que es lo mismo que para reunirnos y tocarnos en nuestra ignorancia. De Luna no se habla ni bien ni mal, se dice lo que cada uno sabe, que es lo mismo que sabe el resto, y se da la conversación sobre poesía española joven por terminada. Pero resulta que de las seis personas que ahí estábamos nadie mencionaba a Luna Miguel sino a Luna DE Miguel. Yo escuchaba, «Luna de Miguel esto», «Luna de Miguel lo otro». Así que me quedé bastante silencioso, intentando recordar si la falla en mi cabeza consistía en que le añadía a Luna un «de», o en que se lo quitaba. Estaba tan confuso, que ahora incluso tengo la duda de si no me lo estaría imaginando, pero en verdad os digo que tampoco había bebido tanta cerveza. Cuando por alusiones (cómo nos mola esta expresión últimamente) no me quedó otra que intervenir en la conversación, preferí hablar de Luna, a secas, pues ya no sabía cómo se apellidaba de verdad Luna ni cómo la suelo llamar yo. Decidí aplazar la resolución del enigma al día siguiente. El día siguiente es hoy y, efectivamente, Luna Miguel se llama Luna Miguel. Esto, claro, es una mierda de hallazgo. Pero no lo es el hecho de que mi gotera cerebral no sea algo particular, sino al contrario, algo común que sufro al igual que muchas otras personas. He pensado que tal vez se deba a algún nombre muy conocido, de persona o de lugar, que se apellide «de Miguel», pero lo más cercano que he encontrado es la barba blanca de Miguel de Unamuno. La coincidencia es tan frágil que no me parece suficiente para explicar esta extraña confusión, así que acabo admitiendo que sus padres, al nombrarla, dieron con una tecla defectuosa que hay en nuestra memoria, en una exhibición de un talento cercano, pero invertido, al que tienen esos músicos capaces de componer canciones pegadizas sin parar. Pues si somos incapaces de sacarnos de la cabeza esa canción pegadiza que sólo hemos escuchado una vez, también somos incapaces de sacar de nuestra cabeza ese «de» de Luna, así lo hayamos imaginado una sola vez.