NOTA: el siguiente texto comenta exclusivamente la versión cinematográfica. De hecho, he evitado leer la novela en que se basa hasta ahora, para evitar interferencias entre una historia y otra
La flaqueza del bolchevique (Manuel Martín Cuenca, 2003) pertenece al arquetipo argumental “hombre maduro conoce a chica joven”. No obstante, la película consigue provocar un interés genuino según se va desarrollando la peculiar relación, y se las apaña bastante bien para producir una expectativa cambiante escena a escena. El espectador es llevado por la historia al intentar resolver las incógnitas sobre la naturaleza exacta de la atracción que cada uno siente por el otro.
Sin embargo, creo que hoy día se impone sobre este tipo de historias una lectura crítica acerca de la transmisión de valores machistas en las que pueden incurrir. No soy ningún entusiasta de este tipo de revisionismos morales que pretenden someter cualquier valor estético y creativo de un producto cultural a su pertinencia social y política, cuando no ahormarlos en un sistema ideológico. Pero su visionado me produjo ciertos reparos.
El principal es que la cinta, a pesar de las particularidades que la hacen valiosa, está recorrida subliminalmente por ese manidísimo mensaje hecho (casi exclusivamente) por y para hombres: en algún lugar debe de haber una muchacha joven y atractiva que se sentirá atraída a pesar de nuestro aspecto adulto y en declive, a pesar de nuestro aliento o nuestra calvicie incipiente o consumada… o precisamente por todo ello.
Ningún hombre, por viejo que sea, incurre en una monstruosidad al sentir atracción por las jóvenes. ¿Cómo hacer ascos a la idea de que aún están a tu alcance las carnes rosadas, los ojos tan brillantes? Es la promesa de este deseo de lo que se cargan muchas narraciones para conseguir el interés de una audiencia masculina. Y sobre él se vehículan reflexiones de temas más profundos: principalmente la imposibilidad de volver a la juventud, la angustia de saberse mortal, la nostalgia de lo que uno fue. “Me gusta mi piso cuando era estudiante, aunque no tenía calefacción (…) me gusta mi vida cuando tenía veinte años”, dice Pablo, el personaje protagonista. Pero esta sofisticación suele ser criticada como justificación o al menos distracción de lo que se halla en el núcleo de la historia monda y lironda: una relación entre un adulto y una muchacha. Y lo que esto supone a veces en la vida real: el abuso de un adulto frente a alguien que por su corta experiencia en la vida, no podía conocer las implicaciones del juego en el que se estaba metiendo. Mientras buceamos en la psicología del hombre moderno, nada sabemos de la repercusión que tiene el romance en la vida de la muchacha, relegada a un papel no protagonista.
La flaqueza del bolchevique no es menos y adolece de todos estos pecados. Pareciera al verla que no es tan malo espiar a una niña de quince años desde la verja de su colegio si resulta que tiene un concepto de sí misma diferente al de sus compañeras; tampoco perseguirla y mentirla si resulta que posee una rara inteligencia. O ni siquiera eso, pues si aún no la conocemos, el repentino encanto que nos ha provocado su aspecto es suficiente justificación.
Cabría preguntarse hasta qué punto el personaje masculino está subyugado por su joven amante o si se trata de una forma de disfrazar una vulgar apetencia por la carne joven. Cabría preguntarse también hasta qué punto dotarle a ella de una astucia bastante superior a la que le correspondería a un adolescente es un ardid narrativo para que toleremos mejor una relación que linda con la pedofilia; para que no se rompa el vínculo emocional que debe unirnos con el protagonista, que suele ser el hombre adulto.
La película, a mi ver, consigue sortear ambos prejuicios.
Sería injusto negar que el aspecto sensual sólo es un componente, y no el más importante, de la atracción que sufre Pablo hacía María. En este sentido, el guion resulta muy habilidoso al introducir la relación de Pablo con Eva (Nathalie Poza). No es el desfogue sexual lo que busca Pablo ya que apenas repara en Eva, pero al mismo tiempo, cuando ésta consigue acostarse con él, se nos demuestra que Pablo no es un pedófilo inmune al atractivo de una mujer adulta a la manera de un Humbert Humbert (Lolita). Un aspecto de Pablo que ya se nos había adelantado desde la primera secuencia cuando aprovecha para mirar el escote de la señora con quien se ha chocado.
En cuanto al personaje femenino, la sagacidad, la picardía y el maduro concepto de sí misma que tiene María están muy bien incorporados en su personaje. No sólo no resulta inverosímil que una muchacha de 15 años exhiba estos rasgos (como sucede con la Lolita de Nabokob, por seguir con la comparación), sino que resulta en un personaje mucho más atractivo en sí mismo y no solo como mero objeto de deseo. Mérito de ello es la actuación de María Valverde. Sucede algo curioso al respecto. Y es que las carencias interpretativas de la inexperta actriz (esa vocalización, ejem) acaban redundando en favor del personaje, al que parece transferir su verdadero encanto adolescente. Esto resulta vital para que no se nos desmorone al mantener con Pablo diálogos que sobre el papel, aunque muy bien conseguidos por los guionistas, pudieran resultar prácticamente conversaciones entre dos adultos iguales.
Luis Tosar está inmenso, as usual. Su trabajo lleno de silencios nos refiere a un mundo personal donde la relación verdaderamente problemática no es la que inicia con María, sino la que tiene consigo mismo y con lo que le rodea. Pablo es una víctima más de la desafección y la inapetencia vital que espera cuando hemos alcanzado lo que el sistema nos ha enseñado que es el éxito. María, al principio una bella promesa, pronto se convierte en un resucitado gusto por estar vivo. Pero claro, al alto precio de truncar las convenciones sociales (o al alto precio de truncar la adolescencia de la niña, diríamos desde el punto de vista feminista, con cierta razón).
La película, con su música y su estilo visual sencillo, con su Madrid otoñal, las canciones de Extremoduro (que en este blog son flaqueza absoluta), y sobre todo, con esa emocionante sensación de pérdida que la empaña de principio a fin, consigue hacernos creer que no estamos viendo más que la historia de dos personas que, en su rareza, deciden conocerse guiados por la cautela y la necesidad de compañía.